martes, 24 de agosto de 2010

En la costa suiza

Tiene Javier Krahe una canción cuyo título es "en la costa suiza", que cuenta la historia de un pescador que cada día sale a pescar y cuando vuelve, vende lo pescado, se gasta lo obtenido en comer y beber y, al final del día, vuelve a la costa a echar al mar lo que le ha sobrado devolviendo de ese modo lo que no ha necesitado para volver a empezar al día siguiente.

Aparte de ser una canción agradable y con ese punto de humor agudo, e incluso ácido, que siempre pone Javier en sus canciones, contiene toda una filosofía de la vida que nos vendría muy bien aplicar para reducir la competitividad y el consumismo excesivos de nuestra sociedad actual.

El sábado pasado tuve la oportunidad, gracias a la iniciativa de mi amigo Rubén y a la amabilidad de nuestro amigo Caco, de emular al pescador descrito por Javier Krahe.
Pedimos a Caco que nos invitara a navegar y respondió con un paso más invitándonos a pescar en su lancha acompañados por un gran experto en la materia, Jordi, que, pese a su nombre, es un andaluz de Almería genuino.

El trato era que ese día comeríamos lo pescado.

Desde nuestro punto de vista era arriesgado, porque éramos ocho, contando a los dos hijos de Caco, Caco y Alejandro, y nuestra experiencia pesquera se limitaba a una o ninguna salida, como en el chiste.La cita era a las ocho de la mañana.

No sé si porque los peces se retiran pronto a descansar o porque Eolo se pone un poco más agresivo a partir de mediodía y los vientos pueden arreciar a esa hora.

Después de haber vivido la experiencia, creo que la fuerza del sol surte también un efecto disuasorio en el mes de Agosto para permanecer en el mar, al pairo, en las horas centrales del día.

A las ocho en punto estábamos todos en el muelle, aunque el primero en llegar fue Jordi, con el cebo preparado (gambas peladas y troceadas), los chambeles (hilo de nylon enrollado en un trozo de plástico flotante con cuatro anzuelos atados en su extremo y un peso o plomo al final para conducirlo al fondo) en perfecto estado y el pan y el salchichón sobre la mesa de cubierta para alimentar a los pescadores cuando las fuerzas comiencen a flaquear.

Caco nos había avisado de la dotación generosa de cervezas que había preparado con antelación para que estuvieran fresquitas en la nevera del barco.

Parecíamos tenerlo todo bajo control, solo faltaba que el viento acompañara y los peces acudieran a la cita.Salimos de Garrucha a bordo del Caco II con rumbo sur, bordeando la costa almeriense para pasar por delante de Mojácar y hacer un primer intento poco antes de llegar frente a la torre del Pirulico, mucho antes de ese lugar conocido por aquí como "el pueblesico", que alberga una central térmica y una fábrica de hormigón junto a la costa, cada una con su muelle de carga, y que nadie osa llamar por su nombre.

Al día siguiente nos contaba María, la esposa de Caco, que la zona protegida por el rompeolas de la térmica presenta un silencio inquietante que ahuyenta a los barcos que pretenden fondear bajo su protección por el mal rollo que da pese a su tranquilidad.

La zona estaba demasiado expuesta al viento reinante, más bien del noreste, y resultaba muy desagradable pescar allí, por lo que Jordi propuso inmediatamente salir de allí y volver sobre nuestros pasos hasta la zona situada frente a la playa de Mojácar.
En ese lugar, parando el barco a unos trescientos metros de la playa, lanzamos los anzuelos de los chambeles y empezamos a pescar.

Uno sabe que han picado porque nota un tirón un poco especial, como una especie de guitarreo o vibración del hilo que muestra una cierta resistencia cuando tras el mismo empezamos a cobrarlo.

Al principio resulta difícil identificar el signo de la presencia de un pez enganchado a la carnada distinguiéndolo de la resistencia mostrada por el arrastre del plomo por el fondo o el tirón producido por el movimiento de las olas.

De hecho, los más inexpertos sacábamos con frecuencia los anzuelos limpios porque nos habían comido la carnada sin darnos cuenta.

Muy pronto empezaron a picar. Primero un jurel, luego un galán, enseguida un burrito y un pataculo.También entró alguna dorada garruchera y otros peces de poco valor, pero fueron los menos.

Tuvimos la oportunidad de ver una araña, pez con unos aguijones con veneno que pueden producir picaduras muy molestas si no se manipulan con cuidado. Jordi prefirió no correr riesgos y matar a la araña golpeándola con un zapato antes de soltarla del anzuelo y arrojándola luego al mar para evitar accidentes al sacar el pescado de la bolsa posteriormente.

El viento de Levante empujaba suavemente al barco hacia la costa, por lo que tuvimos que arrancar los motores y alejarnos nuevamente en varias ocasiones para evitar entrar en la zona protegida para los bañistas. Nuestra zona de faena se situaba entre los 15 y los 6 metros de profundidad.

Nuestro objetivo principal eran los galanes, pez de un color verde irisado muy brillante, con una carne blanquísima y un sabor delicioso que, pese a su tamaño relativamente pequeño, se defiende con fiereza una vez fuera del agua con sus cuatro dientes, como puede comprobar llevándome su marca entre los dedos índice y corazón de la mano derecha cuando intentaba atrapar uno que se había caído al suelo de la barca al sacarle el anzuelo.

El campeón de la jornada fué Caco hijo, de ocho años, que incluso llegó a sacar tres capturas en una sola tirada.

Hacia las doce de la mañana ya habíamos llenado el cubo con suficiente pescado para comer los ocho y, tras un aperitivo a base de salchichón y pan regado con cerveza bien fría, volvimos a puerto satisfechos y hambrientos.
Jordi limpió los burritos en el muelle pelándolos con una maestría que hacía ver una experiencia de muchos años.

Caco negoció con un restaurante cercano al puerto que nos preparasen el pescado que habíamos capturado completándolo con unas ensaladas, bebidas y postre.

Día redondo, por tanto, a las cinco de la tarde, dejándonos margen para otras actividades propias de las vacaciones que quizás cuente otro día.

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